En un centro de enseñanza hay muchos olores característicos: a fotocopia, a bocadillo, a ropa húmeda, a tiza en los clásicos y a tinta alcohólica de rotulador de pizarra blanca en los centros con ordenadores. Y a sudor.
Con la sobredosis hormonal propia de la edad, y con costumbres como los mini-partidos de fútbol del recreo, la hora de clase que viene justo después tiene un olor inconfundible. Mis veinte quinceañeros me recibían a las doce de la mañana con una oleada de feromonas y sal a la que yo estaba secretamente enganchada.
Comentamos que ese olor era natural e inevitable entre las protestas de los que querían abrir ventanas y los frioleros. Estuvimos todos de acuerdo en que una hora más tarde olería rancio («a tigre, maestra»). Y aquel muchachillo que venía uno de cada tres días y no siempre abría el libro dijo: «es que no es un olor malo, es intenso. Como el olor de la gasolina. Huele a potencia».
Gomina y sudor.
Colonia y gasolina.
Él y su moto.

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