En las clases donde hay mal ambiente de trabajo y los alumnos charlan y pelean, salgo pensando que no doy clase, porque paso demasiado tiempo llamándoles la atención, mandando callar, en fin, intentando imponer orden.
En las clases donde hay buen ambiente de trabajo y los chicos tienen interés y ganas de trabajar, doy menos clase de inglés todavía. Hablamos de psicología, de cómo creen ellos que hay que educar a los niños pequeños, de música, de las noticias, de geografía, de nutrición, de cine, de televisión, de qué es el coltán y de la etimología de «radical».
Cada seis semanas, pongo delante de todos los grupos un examen que tiene ejercicios parecidos a los que vienen en el libro y que probablemente ellos han hecho en algún momento entre debatir la saga Crepúsculo, o entre sermones sobre la necesidad de que dejen de tirarse bolitas de papel. El caso es que yo entrego esas fotocopias, las recojo una hora más tarde, y están escritas con algo que es, efectivamente, inglés. Lo han aprendido en alguna parte, pero yo no sé de quién porque yo, desde luego, no he sido.

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