Un paseo por la sección de cocinas del IKEA es enternecedor. Le devuelve a una la fe en la humanidad. El único sitio donde la gente hace más propósitos que allí es en el supermercado, sección de verduras (o yogures desnatados). En el Ikea todo el mundo quiere mejorar y hacer sus vidas más interesantes, y sus casas más bonitas y acogedoras, que es lo verdaderamente raro. Sobre todo la sección de cocina.
La cosa funciona más o menos así: vamos al ikea a comprar muebles, vasos o cortinas. Pero en la sección de cocina, al lado de los platos y cubiertos, hay todo tipo de cacharrines monos. Descorazonador de manzanas (no sé cómo pude vivir sin él). Cucharillas de medir (evítalas, son malísimas). De todo. Si eres cotilla, como yo, en cinco minutos en la sala de menaje oirás a parejas que compran más platos de los que necesitan, «por si vienen visitas». Quienes compran pequeñas herramientas para facilitar la vida a madres con articulaciones fastidiadas. A quien le entran ganas de aprender a cocinar platos nuevos y hasta a hornear dulces y por eso se van a comprar unos moldes. Entras a comprar muebles y decides que éste va a ser el año que aprendas a hacer pan, que invites a la familia a comer el domingo, que por fin uses esos libros de cocina que cogen polvo en la estantería.
Sí, el ikea nos muestra traicioneramente un ideal de vida para que nos ilusionemos y les compremos cacharritos. Pero me encanta.
 
 
 
 

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