Margaret Thatcher, primera ministra británica entre 1979 y 1990, murió hace un par de semanas y se ha hablado algo, poco, sobre su relación con el feminismo, la feminidad, y las mujeres. La primera conclusión es que Thatcher no era feminista; así lo declaró abiertamente. Es normal: como conservadora, estaba en contra de cualquier movimiento de lucha por la justicia social. Creía firmemente en el individualismo, y en la capacidad de autosuperación, y para ser feminista es necesario partir de que las mujeres tenemos una desventaja y que para remediarla hace falta organizarse de algún modo.
Más extraño es que declarase que el feminismo no había hecho nada por ella. Esto es, sencillamente, una falta de visión histórica. Primero, nació tres años antes de que las mujeres tuvieran derecho al voto en las mismas condiciones que los hombres, y cinco años después de que se permitiera que las mujeres pudiesen graduarse en Oxford, donde estudió. Estos son derechos muy característicos del triunfo de la primera ola feminista: la concesión de la ciudadanía plena a las mujeres, beneficiosa sobre todo para las más ricas, que podían conservar sus bienes después de casarse, ir a la universidad, y acceder a las profesiones.
Por otra parte, la Primera Ministra fue un producto revelador de la Segunda Ola feminista. Triunfó en un mundo de hombres, a costa de perder su vida privada en favor de la pública y de comportarse «como un hombre». Identificarse con una estética o con estereotipos masculinos no tiene nada de malo en sí, como decisión individual; lo malo es cuando las mujeres, para ser aceptadas y triunfar en recintos masculinos, sólo pueden hacerlo desde ese molde. En la larga década de gobierno de Thatcher, exactamente eso fue lo que ocurrió. Fue responsabilidad de muchos (y muchas), y aún vivimos las consecuencias.