Violencia de género quería decir Ana Orantes en llamas. Desde luego, no quería decir que tras la mordedura de un perro en una urbanización pija, mi mayor preocupación fuera la reacción de él cuando se enterase. Y tenía razón: reaccionó mal, aunque no por mi accidente. Fui a recogerlo a la estación tras un viaje, llegué tarde por culpa de la cojera, y estuvo un par de horas sin hablarme.
A las mordeduras no se les pueden poner puntos porque son heridas muy sucias y coser atraparía las posibles bacterias dentro, así que me tocó pasar alrededor de tres días sangrando y diez más con vendajes, hasta que la herida cerró. El primer día libre de todo aquello, estábamos invitados a casa de unos amigos. Eran los tiempos de la Universidad, cuando una casa sin padres era fiesta obligada, pero como estábamos todos emparejados y éramos pocos y vagos, el plan era tranquilo, pizzas y vídeos. En aquella ocasión estaban allí mi prima, su novio, y dos o tres personas más que yo conocía poco. Comenté la mordedura, y la raza del perro. Nadie se creía que un pastor alemán fuera capaz de atacar con tanta saña, yo estaba segura de que el perro no podía ser ninguna otra cosa, y la discusión fue cortada en seco por él. «Bueno, ya está bien, ninguno de nosotros puede saber qué raza era». Cambio de tema.
Cuando se fue de allí toda la gente que yo no conocía, me bajé la cinturilla elástica del pantalón para enseñarle la cicatriz a mi prima. Aquel horror me quedaba a la altura de donde habría tenido bolsillos un pantalón que no fuera esa especie de pijama de verano. Y sin más, nos fuimos.
La casa de la fiesta quedaba a medio camino entre mi casa y la de él. No recuerdo porqué tuve que llevarlo a su casa. Quizá su coche estaba roto o algo así. Nos montamos en el coche y él sólo decía frases cortas y desagradables. Estaba acostumbrada al silencio como castigo, y apenas empezaba a darme cuenta de que era una estrategia deliberada. Me recordó al día de la recogida en la estación y a alguna vez en la que comenté que prefiero pelear a los muros de silencio. Le pregunté que qué pasaba. Esta vez había dos problemas.
Problema número uno: yo era una niñata prepotente que siempre quería tener razón, como demostraba mi empeño en discutir sobre la raza del perro que me había mordido y del que llevaba dos semanas hablando con vecinos de los dueños, médicos y una abogada.
Problema número dos: yo le había enseñado el culo al novio de mi prima. Sí, ese novio que llevaba con ella desde el colegio y al que yo llamaba ante extraños «mi cuñado» había visto mi provocativo culo al enseñarle la cicatriz fresca de la herida. Porque yo iba provocando. Queriendo o sin querer. Porque yo no sabía estar en los sitios.
A estas alturas yo había detectado una maniobra que consistía en machacar preguntas que sólo se podían contestar con sí o no, e insistir si la respuesta no era la deseada. Yo hice lo mismo, pero sin insistencia, despacio. El coche había salido del pueblo y bajaba la amplia cuesta en dirección a la ciudad cuando le hice la pregunta definitiva.
– Entonces, ¿te avergüenzas de mí?
– Sí, Eugenia, ¡me avergüenzo de ti!.
Ese fue el momento en el que corté con él, pero él no lo sabía. No tenía nada más que decir. No recuerdo si él dijo algo. A dos semáforos de su casa, pensé que la única decisión que me quedaba por tomar era si comunicarle que acababa de romper con él. Al día siguiente había una fiesta familiar en su casa, un cumpleaños infantil, y consideré por un momento darle plantón. No lo hice. En la puerta de su bloque y sin salir del coche tuve lo que quise que fuera nuestra última conversación (no lo fue, hubo algunas más y me insultó en todas ellas).
– Me has dicho que te avergüenzas de mí y por eso no quiero verte nunca más.
Repetí la misma frase, quizá con distintas palabras, hasta que salió del coche.
A continuación, pensé que tenía un problema. Tenía que garantizar a toda costa que no me iba a arrepentir de lo que acababa de hacer y que ninguna presión iba a conseguir que volviera con él. Puse música, algo calculado para no asociarlo a nada, bueno o malo, de nuestra relación. Tenía suerte de llevar en el coche un disco nuevo, recién comprado, más bien alegre y sin canciones de amor. Y repetí todo el camino de vuelta: «acabo de cortar con él».
Eran las tres de la mañana cuando llegué a casa. Mis padres dormían y mi hermano no estaba. Marqué el número de teléfono de mi mejor amiga; sabía que estaría de fiesta en la playa. Ruido de bares.
– He cortado con él.
– Qué dices.
– Que he cortado con él.
– Un momento. Me estás diciendo una cosa muy rara. No sé. Espérate. Vuelve a empezar.
Supongo que le conté los detalles, pero me quedé con los pies fríos. En adelante, ella no me sugirió nunca que volviéramos, pero su actitud fue ambigua. Para ella, habíamos tenido una ruptura de las normales. Me quedé con ganas de más y llamé a mi hermano. Más ruido. Otro bar. Otro «espérate» y una conversación muy diferente. Me dijo que llamara a mis padres, que se iban a alegrar. Yo no lo creí. No me parecía que mis padres se alegraran por nada últimamente. Pero por probar, cuantas más veces lo dijera, cuanta más gente lo supiera, más real sería lo que había hecho.
En la habitación a oscuras me senté en el lado de la cama donde estaba mi padre. Mi madre estaba escuchando, pero eso sólo lo supe más tarde. De entrada, se hizo la dormida. Les conté a los dos lo que había pasado esa noche. Ellos ya me habían visto cada vez más irritable y agresiva los meses anteriores, e imagino que se hacían una idea de lo que estaba pasando. Más adelante no les he contado detalles, sólo los efectos de todo aquello.
En días posteriores, me dediqué a salir muchísimo y pasármelo lo mejor que pude. En eso tuve todo el apoyo de mi prima y de su pandilla de toda la vida. Un grupo-burbuja de gente que se conocía desde hacía 15 años se abrió un instante para absorber a alguien nuevo, y se cerró a mi alrededor. Debieron entender que era un caso desesperado.
Él me persiguió sin mucha insistencia durante varios meses. Siempre seguía el mismo patrón. Tenemos que hablar, yo ya te he dicho todo lo que tenía que decirte, eres una niñata egoísta. Una vez y otra. Meses más tarde, por curiosidad, continué la conversación, y así fue como supe que todo lo que has leído es mentira. Sí, como lo oyes, mentira. Yo no le dejé, me dejó él a mí, porque yo tenía miedo al compromiso.
La cicatriz sigue ahí. Es muy fea, pero pequeña, se ha desdibujado todo menos el centro. Solo la ves si sabes buscarla. A veces da sin avisar un dolor como pinchazos. Quién me mandaba a mí confiar en aquel perro.
Cerdo sinvergüenza, malnacido, ojalá lo atropelle un coche.