A los martes los llamo «el día tonto», porque solo tengo dos horas de clase: de una a tres. Eso sí, tengo que abrir la biblioteca en el recreo, así que me he puesto una hora de gestión de la biblioteca a las doce. Muchos martes llego antes de la hora que me toca, para poder adelantar trabajo aquí en vez de en casa.
Tengo tres sitios para elegir: la sala de profesores, el departamento de inglés, y la biblioteca si no la ocupa nadie. En la sala de profesores hay un solo ordenador que funcione y hasta hace nada la impresora no funcionaba; en el departamento funciona todo; en la biblioteca no va la impresora (tengo que pedirle a quien lleva esas cosas que me compre un tóner) y la conexión a internet es lenta e intermitente por un problemilla técnico. Me voy a la biblioteca porque es la sala más cálida, pero en un cuarto de hora me piden que me vaya para proyectar algo: en una clase funciona la pizarra digital… sin sonido. He perdido ese cuarto de hora en arrancar el ordenador, sacar mis cosas, e intentar abrir un programa que se resiste.
En el departamento, empiezo por algo importante. Si en una evaluación suspenden más del 60% de los alumnos de un grupo en una materia, el profesor que la imparta tiene que hacer un documento explicando las causas, y sobre todo, qué piensa hacer para cambiar esto. En mi caso esto afecta a dos de cinco grupos. Otras veces, la redacción del documento ha estado sujeta a reglas estrictas, o ha sido una plantilla que no conservo. Esta vez la redacción es libre, lo que es quizá peor porque te lo pueden echar para atrás si no gusta el formato escogido, si las propuestas que haces se consideran insuficientes, o si más tarde proponen un esquema común. Redacto mi propia versión del documento, imprimo, saco copia para mí, y también imprimo el informe de autoevaluación de la biblioteca que lleva hecho diez días. Pensándolo bien, en el informe de mejoras hay cambios que podría hacer en todos los grupos, no solo en los que tienen muchos suspensos. Me tomo un café en diez minutos mal contados y dedico todo el tiempo que queda hasta el recreo en llamar por teléfono a los padres de 20 alumnos que se retrasan en devolver libros a la biblioteca. Estos retrasos me amargan la vida. La semana pasada alguien devolvió un libro que tenía desde primeros de noviembre.
En el listado en papel junto al teléfono de Secretaría, el formulario permite hasta cuatro números de teléfono, pero por cada alumno suele venir un solo número de fijo y otro de móvil. Son su casa y su madre. Consigo hablar con cinco madres, un solo padre y una abuela. Una de las madres se alarma y no se cree que su hija tenga un libro prestado, «debe ser de la otra niña de su clase con un nombre parecido, mi hija tiene en casa todos los libros que necesita y lee los que le compramos». No me queda tiempo ni energía de explicar para qué sirve una biblioteca. Consigo hablar con todas las familias que me cogen el teléfono en horario de mañana. Me quedan cinco, y llevo paseando esta lista tres días lectivos.
Recreo. A la biblioteca. El ruido siempre es un problema porque no les obligo a estar en silencio y no saben hablar suavemente, pero hace poco descubrí que hacen mucho menos ruido si pongo música suave a un voumen muy bajo. Como la conexión a internet no me deja fiarme de Youtube ni de Spotify, abro iTunes para copiar algunos CDs míos que he traído de casa. Dice que hay una actualización pero no se dejan descargar. Abandono internet y copio Cosilas de Moby, Enya y John Coltrane: mi plan es hacer días temáticos, lunes de jazz, martes de clásica, algo así. Escribo en la pizarra «Hoy escuchamos un recopilatorio de chill out pop» sin decir nada y eso provoca preguntas y peticiones de que suba el volumen. Mi ayudante del día es un muchachín de 1º que aprende a colocar los libros por orden alfabético de autor. Una niña que no es de mi tutoría dice que su madre quiere hablar conmigo; eso es un caso poco frecuente. De todas maneras le cojo la cita.
Termina el recreo. Tengo una hora supuestamente para seguir en la biblioteca, pero he acordado con una alumna de 2º que para evitar que vaya a clases particulares la voy a supervisar individualmente un ratito de los martes. No tengo ninguna obligación de hacerlo, pero estoy harta de que las carencias se arreglen con clases particulares, así que aquí estoy. Es nuestra segunda semana. Ha hecho los deberes extra que le puse y trabajamos el verbo have got como si no lo hubiera visto en su vida; de hecho, no recuerda una instrucción explícita como la que le acabo de dar. Está de buen humor y parece motivada. La semana que viene, el presente simple. Catalogo unos libros que compré justo antes de las vacaciones, y quiero picar algo en el cuarto de hora que me queda, pero no puedo: una familia (o quizá la niña) se han equivocado con el día en el que les tocaba venir a hablar conmigo y tengo que atenderlos sobre la marcha. Sólo quieren información general y yo suspiro por el yogur que me estaba esperando en el frigorífico de la sala de profesores.
Mientras, un drama. En mi tutoría, un grupo que jugaba a forcejear con una puerta, a bloquearla para no dejar pasar a los demás, le ha pillado un brazo a una niña que salía de una optativa para volver a su aula. No le han hecho mucho daño pero le han roto la camiseta. No se sabe quiénes eran ni cómo se les podría sancionar. Tengo que arreglarlo yo, que para algo soy la tutora, pero ahora no. Llego tarde a dar clase en primero.
En este grupo no hay ordenador con proyector o pizarra digital, sino una pizarra digital que no necesita ordenador. Funciona más o menos como un smartphone o tablet de dos metros de altura, y es infinitamente menos práctica que un ordenador. No se le podían poner DVDs o CDs así que para hacer ejercicios de audición necesitaba llevar a cuestas el radiocasette. Ayer le instalaron el libro digital, lo que me facilitará corregir ejercicios y hacer los «listenings».
La clase empieza tarde por mi retraso, y además están un poco alterados. Quieren hablarme todos a la vez. Una niña ha perdido la agenda y no menos de cinco se levantan a buscarla o me dicen que ellos no la tienen. Hay una cadena infinita de gente pidiéndome permiso para ir al baño (solo pueden ir de uno en uno y no se puede ir en la hora anterior a ésta). Hay dos o tres grupitos que se pasan la hora entera cuchicheando con el compañero por más veces que les mando callar. La clase no empieza de verdad hasta que llevo allí diez minutos. Les informo de que vamos a tener un par de normas disciplinarias nuevas; no aviso de cuáles van a ser las novedades positivas para ellos, porque se me olvida y además no estoy de buen humor. Sí me acuerdo de sacar una hoja de pegatinas y ponerle una en la agenda a un niño de bajo rendimiento que hoy se entera de todo. Un niño aplicado protesta porque él también quiere una.
Hacemos un ejercicio de escuchar sobre unos niños que juegan con gatos. A pesar de lo revoltosos que están, el ejercicio les ha gustado. Me gusta preguntar «¿quién no se ha enterado de nada?» al final de las escuchas y hoy solo se levanta una mano. Después de corregirlo con nuestro recién estrenado libro digital, repasamos el vocabulario que no nos dio tiempo ayer y lo amplío un poco en la pizarra.
Tercero. Estoy agotada y trabajo sin ganas en un ejercicio de comprensión lectora. Un clásico: cómo es el trabajo de un adiestrador de animales. Parece que les gusta mucho y lo entienden bien. Se adelantan y en lugar de escribir las respuestas en sus cuadernos, me las dicen espontáneamente, la mayoría en español. No me importa porque me están dejando claro que entienden el texto.
Me voy a casa llevándome gran cantidad de material de trabajo. Habitualmente voy andando, lo que es un límite muy bueno a la tentación de ir con papeles arriba y abajo, pero hoy me llevan en coche. Una vez en casa, se me quitan las ganas de todo y solo hago una cosa: añadir ejercicios al examen para primero que empecé ayer (versión estándar y adaptada), pero no lo termino.
Horas lectivas: 2.
Horas no lectivas: 1:30
Horas reales trabajadas: 6:30.