Empieza como un murmullo muy suave y muy corto. Se repite con un poco más de volumen. El lenguaje corporal indica nerviosismo y desinterés. Más ruido. Tras un tiempo que pueden ser unos segundos o varios minutos, termina el crescendo, levísimo siempre, justo en el límite de ser molesto. El niño por fin ha conseguido que un compañero de clase, a escondidas, le diga qué hora es. Mientras tanto, la maestra, apenas consciente de que el ruido le estaba haciendo elevar la voz (llegará a casa afónica), casi se da cuenta de que los está perdiendo, de que hace un momento le hacían caso y ya no, hasta que oye ese «menos diez».
Y ahora, ¿qué haces?
Yo, reñir, porque a estas alturas de curso debería estar claro que la norma es que si quieren saber la hora, me la pregunten a mí. La diré en inglés, la entenderán, se enterará toda la clase, y prefiero una interrupción cortés y momentánea a la marea de susurros de varios minutos. cuando van preguntando quién tiene hora. Al principio no me entendían, porque se supone que cualquier profesor se tiene que enfadar mucho cuando alguien quiere saber la hora, y contestar con alguna gilipollez irónica supuestamente graciosa. Pero ¿por qué debería ser así? ¿No estamos todos deseando saber cuánto nos queda, incluso si lo estamos pasando bastante bien? ¿Querer saber cuánto tiempo falta para el recreo o para el examen de la hora siguiente es insultante?
Lo que yo querría es tener un reloj de pared en todo lo alto de la pizarra. Mientras, tengo que enseñarles a confiar en mí. Os aseguro que no es nada fácil.
 

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