Si prefieres leer el cuento en tu ereader, Johan Solo nos ha hecho una adaptación a epub, azw3 y fb2 que puedes descargarte.
Aquí hay notas al margen de todas las referencias geográficas. Monumentos, calles, todo. No necesitas una guía turística para disfrutar una ciudad, pero no estorba en el bolso.
Todas las frases en inglés son letras de canciones y llevan a enlaces de Youtube. No necesitas escuchar música paseando, pero a algunos nos gustan los auriculares.
Te dejo con Alan Spence. Espero haberle hecho justicia.
Atravesar el muro.
No es como lo recordaba. Al menos, no en la superficie. A Glasgow le han dado un lavado de cara, un lifting. Los viejos bloques grises parecen nuevos. Es domingo por la mañana y vamos diez mil camino de Glasgow Green. Muchos. No me lo imaginaba. Traigo ropa limpia en la mochila. Llevo puesto un chándal viejo que no me importa tirar. Me lo dejaré hasta el último momento. Me lo quito justo antes de que empiece la carrera. A la basura. Como el verso ese del Gita que habla de morir. Como un hombre que se quita una prenda dada de sí. Se deshace de ella cuando el alma ya ha tenido bastante. Y a otra cosa.
Bajo por Candleriggs y voy para Saltmarket. Paso por delante de los juzgados y el parque me queda a la izquierda. Me fijo en la morgue al otro lado de la calle, y me doy cuenta de que he estado intentando no acordarme de la última vez que estuve aquí. Me golpea como un puñetazo al estómago. Me pone malo.
Fuera.
Al parque. Busco la tienda para dejar mis cosas. Huele a hierba pisoteada y lonas apulgaradas, a sudor y linimento. Hay gente dando vueltas, asustados y nerviosos, como sentenciados. Unos hablan y ríen en ese tono demasiado alto, otros callan y se concentran. Bostezo, un signo claro de que estoy nervioso. Lo siento en el estómago y en los dientes. Me unto vaselina en la cara interna de los muslos, en las ingles, donde puede que rocen las calzonas. Un buen pegote en cada pezón o acabarán en carne viva.
Faltan diez minutos.
Me voy a la línea de salida y busco mi sitio. Por la marca de las tres horas. Unos estiramientos de último minuto. La pierna derecha cruzada por delante de la izquierda, toca el suelo con las manos, repite con la izquierda. Estira pantorrillas y muslos. Separa las piernas, dobla la cintura, toca el suelo con las palmas. Sobre una pierna, agarra el otro pie por detrás. Espero que las rodillas aguanten. No hay sitio para nada más, de repente la acera está abarrotada. Una bulla de espectadores, los corredores pasan a empujones. Un minuto.
Me quito el chándal, lo de arriba primero. Los pantalones son un problema, se quedan atascados con los zapatos, pero me las arreglo para sacarlos a tirones. Miro a ver dónde tirarlos. Me llama una señora.
–¿Los quieres tirar, hijo?
–Sí.
–Ya me encargo yo, busco una papelera.
Se me había olvidado esto. La amabilidad porque sí, esa calidez sencilla. Le paso el montoncito. –Muchas gracias.
–Mi nieto va a correr – dice – Quiere batir las tres horas.
–Igual que yo.
–Lleva una camiseta del Partick Thistle.
–¡Lo buscaré!
–Buena suerte.
–Gracias.
Entonces paso al otro lado de la cinta y me uno a la multitud de corredores, buscando un hueco. Aliso mi número, pinchado al pecho de mi camiseta. Saludo al que va a mi lado, que se ha puesto una bolsa de basura con un agujero para la cabeza.
– Ey.
– Vamos al lío, ¿no?
– Venga.
Se quita la bolsa de basura, la tira a un lado. Medio minuto. Suena la banda sonora de Carros de Fuego. Alguien delante grita “¡Oggi, oggi, oggi!” y la gente le contesta: “¡oi-oi-oi!”. ¿Quién empieza estas cosas? Lo habrán visto en el Maratón de Londres, por la tele.
Entonces hay una cuenta atrás, los últimos diez segundos. Pongo el cronómetro a cero. Tres….. dos….. uno…. el pistoletazo de salida. Le doy al botón. Un rugido tremendo como el de un campo de fútbol y me mueve a pesar mío, me atrapa y me arrastra. Al lío.
Al principio tenemos que ir en bloque, al mismo ritmo. Me bloquean el paso una y otra vez, y tengo que acortar las zancadas. Subimos pasando al lado del Tron y el Tolbooth, el corazón de la Merchant City. En algún sitio por aquí cerca estaba el almacén del restaurante Sloan’s, donde trabajaba mi padre de cobrador, puerta a puerta. Ganaba diez libras a la semana. Los cincuenta.
Subimos por High Street, por delante del albergue. El Great Eastern. Los pobres desgraciados tirados en la calle. Glasgow está mucho mejor ahora.
Ahora es un poco más fácil moverse, no me voy tropezando con los que van en cabeza, pero todavía me van arrastrando. De momento es un ritmo cómodo, es bueno estar en movimiento, libera, sube la adrenalina. Me lleva al final de la primera milla más rápido de lo que había planeado. 6:41. Dando margen a que empezamos despacio significa que voy a 6:30. Un poco demasiado rápido, intento relajar, echar el freno. Por George Square cortaba yo al volver a casa, todos los días durante seis años. El chillido de los estorninos las oscuras tardes de invierno. Pasamos al lado de la estación de Queen Street. Relajo los hombros y voy ajustando un paso estable. Retengo una imagen de Abebe Bikila corriendo descalzo por las calles de Roma, como si planeara. Imágenes en blanco y negro, los Juegos Olímpicos de 1960. El año después de la muerte de mi madre. El primer año de instituto. Grisura y desolación interminables. Mi padre hecho polvo. Vi la maratón por la tele, con la cabeza metida en los deberes de Latín. Amo Amas Amat. Conjugando el amor. El pam, pam de los pies de Bikila en las duras calles de Roma. Qué idea.
Mis pies van ahora en unas Adidas de competición, ligeras, TRX Comp, blancas con las tres rayas azules. Ya no las hacen. Cada vez que encuentro un zapato que me gusta. Obsolescencia programada. Estas tienen la amortiguación necesaria pero no abultan demasiado. Son lo bastante ligeras como para sentir el suelo. Diseño alemán de alta tecnología salido de fábricas explotadoras de Taiwan y Corea. Mantengo la vista en la calzada. Pam, pam, pam de mis pies. Abebe Bikila. En Sauchiehall Street, todavía bastante gente en las aceras. Te dan un subidón, saludas y recibes sus ánimos.
– ¡Bieeeeeeen!
-¡Ánimo!
-¡Venga, que solo quedan veinticinco millas!
Siempre hay algún gilipollas que grita “¡Sube las rodillas!” Ahí está. Cabezón. Don Risitas. “¡Un-dos-tres-cuatro!”. Solo me hace reír. Soy inmune, planeo como Abebe Bikila. Pasamos por lo que antes fue Charing Cross, destrozado por la autovía. El puente a ninguna parte sobre pilares de hormigón. Garnethill, donde vivíamos cuando nos casamos. Un apartamento en Hill Street, seis libras a la semana. Una habitación grande, soleada, con una buena vista de la ciudad. Compartíamos el piso con un albañil irlandés, un estudiante chino que cocinaba unos cangrejos que apestaban la casa entera, y un iraní con aires de dandy que daba vueltas por aquella cocina cutre envuelto en un batín de seda. Nos quedamos allí un año. Leímos en el periódico que un mes más tarde de salir de la casa, habían asesinado a alguien en lo que había sido nuestra luminosa habitación. Nunca se sabe lo que puede pasar.
Dos millas. 13:41. Tengo que echar cuentas. Siete menos veinte. 6:40. Todavía voy un poco rápido. El objetivo es un 6:50 constante. En fin. Descontando el principio. Y suponiendo que baje la velocidad al final. Viene bien ahorrar unos segundos ahora. A la hucha. Paso por un puesto de avituallamiento, cojo un vasito de papel e intento beber mientras corro. Trago aire con el agua, me derramo un poco por la camiseta. Tiro el vasito. Sigo corriendo.
– ¡Oggi, oggi, oggi!
– ¡Oi-oi-oi!
Hay un viejo delante de mí, cincuentaymuchos, con la camiseta de un club de atletismo y unas calzonas viejas de algodón. Un tipo duro. Nervudo y flaco, sin un gramo de grasa. La clase de tío que se va a morir con las zapatillas puestas, por ahí en una carrera larga, o a los ochenta, intentando batir el récord de su grupo de edad en una de diez kilómetros. Así se hace. Corre muy suelto, metido en sí mismo, con una forma perfecta. Me pongo detrás, le miro los pies. Me engancho a su paso. Me concentro en el ritmo. Pam. Pam. Pam.
Subimos por Kelvin Way camino de University Avenue. Me veo salir de un examen de Derecho en 1966. Perdiendo los papeles. No tenía ni idea de quién era. Traje mod y peinado a lo Small Faces. Borracho perdido en la cervecería de la Union. Empanada, alubias y una pinta de las fuertes. Las mesas todas salpicadas de cerveza. Estudiantes paletos, de medicina y de ingeniería, voceando canciones de rugby. Dame la vuelta, túmbame y vuelve a empezar. Vivía para el sábado y el baile en la Union. Grupos que tocaban Tamla, Atlantic, Stax. Dulce música soul. Quién era yo. Me enamoraba y me desenamoraba. El verano del 66, excitado, en sintonía y acabado. Puesto de ácido, la primera vez allá en aquella colina del Kelvingrove despatarrado en el césped de la ladera a todo volumen abierto de par en par todo ello latiendo en mí el ding-dong del reloj de la Universidad en su torre neogótica cada cuarto de hora una nota alta y una baja trayéndome de vuelta recordándome que el tiempo es una broma. Vaya broma.
Tres millas. 20:12. No me salen las cuentas pero son menos de siete. Bien. Un paseo por aquí una tarde de verano con Mary hace muchísimo tiempo, con ropa de terciopelo de segunda mano comprada en el mercadillo de los irlandeses, llevando las flores que habíamos cogido. Dios, qué felicidad. Ding-dong. Una nota alta y una baja. Mi niña bonita.
A darse prisa.
Por la avenida, hacia Byres Road. Cuántos años. El apartamento que encontré para mi padre. Un pisito enano pero le gustaba vivir aquí, le iba bien. Bebo otro sorbo de agua, le pego patadas a los vasitos del plástico del suelo, no pierdo de vista al viejo que corre con un club.
Dejamos atrás el Botánico y el Palacio de Kibble. Un cuento que escribí y convertí en obra de teatro, sobre mi padre cuando vivía en aquel apartamento. Se sentaba en el Kibble buscando luz y calor. Siempre era verano. There is a flower that bloometh…Justo cuando termino de escribirla, paso a máquina la última línea y suena el teléfono. Una mala noticia.
¿Eso eran las cuatro millas? No me fijé. Iba a lo mío. El tiempo seguiría bien, 26:53. Alcanzo al viejo, corro a su lado.
-Eh, ¿Eso eran las cuatro millas?
-¡Eso espero! Si no, la he liado.
-Vale. Se me pasó. Quería asegurarme.
-¿Ya en las nubes? ¡Muy mal!
-¡Ya lo sé!
Lo sé. Corro a su lado un rato, siento su poder. Economía del esfuerzo. Entiende de esto. Tengo que preguntar.
-¿Vas a por menos de tres horas?
No está realmente molesto por la pregunta; se lo piensa.
-Puede ser. Si llega, llega. No me voy a matar.
Pom, pom. Un paso constante.
Su camiseta tiene pequeños desgarros por delante y por detrás, hilos arrancados y rotos por años de imperdibles y dorsales. Corredor punk. Escupe, con puntería, a la alcantarilla.
¡Puaj!
-¿Y tú?
-Bajar de tres horas estaría bien.
-¿Lo has hecho antes?
-Una vez. 2:55.
-No hay razón para no repetir, si has entrenado.
-Eso.
-Si te chocas con el muro recuerda que puedes atravesarlo. Solo tienes que aguantar y tirar palante.
-¡Muy bien!
-¡Venga!
Y quizá sube el ritmo lo justo, me descuelgo un metro o dos, dejo que me adelante. Entramos en Maryhill, descampados entre los bloques. Un chavalín hindú en la ventana de un tercer piso, saludando con la mano. Le devuelvo el saludo y me río. Esto es genial, la libertad, correr por mitad de la calle, una perspectiva diferente, mirando hacia arriba. Una sensación como de estar de vacaciones. Desde una ventana se escucha Keep on running llegar al final y volver a empezar. Spencer Davis. Stevie Winwood con quince años y aquella magnífica voz sin pulir. One fine day I’m gonne be the one to make you understand. Pam, pam, pam. Sigue.
Subir en coche por Maryhill Road. Merryhell. Los Fleet mandaban aquí pero bien. “Tiny Mental Fleet Matan”. Tenías que tener cuidad en según qué pubs. Una vez me equivoqué y tuve que salir cagando leches por esta misma calle. Pies ligeros. Keep on running.
Por Garioch Road, la oficina del paro que me tocaba. Demanda de empleo. Intentando escribir. Miro el tiempo. 33:43. Cinco millas. Todavía bien pero es la primera vez que me da una punzada en el costado, me corta el aliento.
Leí en alguna parte que lo que hay que hacer es espirar fuerte desde el diafragma, empujarlo, gruñir. Me clavo las uñas en las palmas de las manos. Es una especie de acupresión. Clava. Gruñe. Sigo corriendo y al cabo de un rato se calma, casi se va. Recupero mi ritmo. Pam, pam. El veterano sigue delante de mí, a su paso estable. No se va a matar.
La historia de uno que se puso a correr para acabar con todo. Cansado de vivir. Pero el seguro no pagaría si se suicidaba. Tenía que pensar en su mujer y sus hijos. Así que pensó que correría hasta el agotamiento. Estaba en muy mala forma, no sería difícil provocarse un ataque al corazón. Hizo testamento y todo. Salió. Un par de vueltas a la manzana. Agotado y dolorido, pero no muerto. La noche siguiente un poco más. Y la siguiente. En un mes de seguir sin morirse, corría una milla. En dos meses dos millas y empezó a cogerle el gusto. Tiró el testamento. Siguió corriendo. Siguió viviendo.
Correr para estar en forma. ¿En forma para qué? En forma para correr. Correo ergo sum.
Por Temple, pasando Dawsholm Park y bajando Bearsden Road hacia Anniesland.
Seis millas. 40:34.
¿Por qué Temple? Algo masónico. ¿Y quién era Annie si esta tierra era suya? ¿Y es verdad que había osos que tenían un cubil por aquí? Cosas en las que uno nunca piensa. Nombres. Nama rupa. Nombre y forma. Dios, otra punzada. Esta vez en el hombro izquierdo, me lo ha dejado paralizado. Respira Gruñe Clava. Necesito un mantra para mantener la concentración. Intento el viejo trico budista. Gate Gate. El ritmo correcto. Un buen paso.
Gate Gate Paragate Parasamgate Bodhi Svaha.
Se ha ido. Se ha ido más allá. Se ha ido más allá del más allá.
Escuchar a Ginsberg cantarlo hace años, en una lectura en Blysthwood Square. Tocaba el armonio. Cantó El primer pensamiento es el mejor. Recuerdo aquello. Pero no ayuda con la punzada, no se va. Lo único que puedo hacer es seguir corriendo.
Gate Gate.
Sigo.
Siete millas. 47:25. OK. Great Western Road.
Aquella vez que acompañé a Mary a su casa hasta aquí, a las tres de la mañana, todo el camino hasta Drumchapel por el Bulevar. Caminando por la hierba. Caminando a ciegas. Ella había estado fuera, de viaje. y había una distancia. Take heed, take heed of the Western wind. A punto de romper. Caminamos justo por esta calle. Pasamos por la fábrica de Goodyear, que ya no está. Ls avefrías en círculos. Pío pío. En mitad de la noche. Hablamos de arreglarlo, encontramos algo por lo que empezar, gracias a Dios. Por esta calle.
Bajamos ahora para Scotstounhill, ahí están los pisos altos, el bloque de en medio de los cinco, mi padre y yo nos mudamos ahí cuando echaron abajo nuestro bloque. Los últimos en irnos, toda la calle cerrada ya, las ventanas cegadas. Yo tumbado en la cama una mañana, enfermo, y suena un estruendo en el tejado, de martillazos, y por la ventada empieza a verse cómo salen cosas volando. Ladrillos, tejas y tubos, antenas, lanzados al patio trasero. Y “¡OYE!”, grito. “¿Qué coño pasa?” Alguien me oye y se paran. ¡Cagonlaputa! Creían que el edificio estaba vacío y lo iban a demoler. Media hora más y el tubo de la chimenea se habría caído del techo, sobre mí. Nunca se sabe, de verdad. Me podían haber aplastado. Después de aquello nos mudamos, esa misma semana. Allá al vigésimo tercer piso.
Ocho millas. 54:15.
Una habitación blanca para mí solo, una vista del río que llegaba hasta Dumbarton. Incienso y alfombrillas de esparto. La String Band en mi viejo Dansette. Everything’s fine right now.
Ahora. Esto es todo. Sigue. Por la autovía. Han cerrado un trozo al tráfico. Fantástico. Hemos tomado la ciudad. En el siguiente puesto de avituallamiento cojo una esponja. Una niña me la pasa, chorreando de un cubo. Gracias. Me la estrujo en lo alto de la cabeza. El shock del agua fría cayéndome por la cara, por el cuello, empapándome la camiseta. Me refresca rápidamente, un chute de energía. Me quedo con la esponja, me la paso por los brazos y los muslos. Me doy cuenta de que tengo las piernas rígidas, endureciéndose, el principio del agotamiento. Ocurre. Una última pasada por la cara y el cuello y tiro la esponja al suelo. Ejércitos de voluntarios recogerán toda la basura. Es increíble la escala de esto, la organización. Todo para que podamos correr hasta reventar. Qué locura. 9 millas. 1:01:06.
Una camiseta del Partick Thistle por delante de mí. Roja y amarilla con los bordes negros. Los Jags. Firhill, La Emoción. La palabra que usaban era “impredecible”. Me pregunto si ese chico es el nieto de la señora del principio. Lo alcanzo y corro a su lado.
-Vaya carrera, ¿eh?
-Pues sí.
-¿Vas a por tres horas?
-Eso espero, sí.
-Bueno, vamos bien.
-¡Sí, de momento!
-¿Eres del Thistle?
-¡Sí, por desgracia! Ya no sé ni pa qué me molesto.
-Bueno, todos tenemos una maldición.
-Eso mismo.
Seguimos juntos un ratito. A este paso, charlar no es fácil. Pero hago el esfuerzo.
-Oye, ¿tu abuela estaba en el principio de la carrera?
-¿Eh?
Supongo que sí que suena muy raro.
-Una señora mayor. Pelo gris. Es que estaba buscando a su nieto. Decía que llevaba una camiseta del Thistle.
-¡Ése soy yo! Me dijo que vendría pero no la vi.
-Pues mira por dónde.
-Qué pequeño es el mundo, ¿eh?
-Pues sí.
Esa es toda la filosofía de la que somos capaces, sobre el tiempo y la casualidad, las coincidencias. Qué pequeño es el mundo, la verdad. Pues sí. Sí.
El pequeño acelerón para alcanzarlo me ha sentado bien. Lo intento otra vez y avanzo, con zancadas relajadas. Pasamos Minerva Street. Diosa de la Sabiduría y de la Seguridad Social. Por el muelle de Finnieston y la inmensa estructura de la grúa, tracería de hierro. Glasgow hizo al Clyde, el Clyde hizo a Glasgow. Otra época, pasada. Mi padre, de joven trabajando en el astillero, haciendo velas. Lo echaron después de la guerra, la antigua industria pesada en declive, viniéndose abajo. Entropía.
Necesito más agua. Otra esponja. Diez millas.
1:07:55.
Otro montón de espectadores, una gran ovación. Algunos ofrecen bebidas, gajos de naranja, onzas de chocolate. No necesito nada pero les doy las gracias de todos modos. Los niños levantan la mano para chocarla. Les doy según corro. A la americana.
Corriendo en Nueva York, me acuerdo de la banda de instituto atronando con el tema central de Rocky. Bam! . . . Bam! Bam! Bam! Eye of the Tiger. Y el barrio judío, Williamsburg, los jasídicos ortodoxos con abrigos negros y sombrero, barbas y largos tirabuzones. Quietos en silencio total viéndonos pasar. Y la señal de las veinte millas, muerto viviente, arastrándome por el Bronx. Y aquel hombrón negro que me llamó: “¡Eh, tío! Yo que tú seguía corriendo. A ver, ¿de verdad quieres pararte en el Bronx?”
Ni en broma.
¡Oggie oggie oggie!
¡Oi oi oi!
Broomielaw, donde los barcos de vapor se iban río abajo. The river Clyde, the wonderful Clyde. Yo tocaba eso en Ibrox cuando iba a las gradas de pie. Antes del partido y en el descanso. Eso y Shirley Bassey. Let the great big world keep turning. El olor del tabaco y la brillantina al aire libre. Mi padre empezó a levarme cuando tenía tres años.
Me doy con unos adoquines, duros bajo los pies. Un pinchazo en la rodilla izquierda. Espero que no me duela haber acelerado. Qué buena actitud protestante. Pagaré por ello. Pagaré por ello. Once millas. 1:14:43. Ahora es más difícil de calcular. Setenta y cuatro y poco. Todavía bien, por debajo de siete. Intento deslizarme, Abebe Bikila, relajado, sin dejarme caer. Evito poner el peso sobre el talón. Va bien. Talón y empuja con la bola del pie. Fácil. Sin problema. El dolor para pero me preocupo igual, le doy vueltas. Fin de los adoquines y otra vez asfalto. Mejor.
Mucho mejor. Mejormejormejor. Un poeta concreto. Smilesmilesmiles. Una historia del Ramayana. Un ladrón y asesino intenta decir el nombre de Dios, Rama, Rama. Todo lo que le sale es Mara, Mara, oscuridad. Pero persevera, sigue repitiendo Mara Mara hasta que finalmente es Rama Rama.
Increíble lo que tenemos flotando ahí en la cabeza. MaraMaraMaRamaRamaRama. De la oscuridad a la luz. MilesMilesMileSmileSmile.
Glasgow, mucho mejor. Vaya campaña de relaciones públicas. El urbanismo de por aquí, como el muelle, los pisos de lujo en la ribera.
Como Brando en blanco y negro en La Ley del Silencio. Podría haber sido alguien. Podría haber sido un aspirante al título.
Las manos de mi padre. Más grandes que las mías, más fuertes. Manos de obrero. Fue boxeador amateur. Útil. Conocía a Benny Lynch. Intentó abrirse camino a puñetazos, pero no lo consiguió. Nunca fue lo bastante bueno. O lo bastante malo. Perdió.
Podría haber sido un aspirante al título. A brazo partido.
Las manos de mi padre.
He alcanzado otra vez al viejo corredor del club, que va justo por delante de mí. Descontando millas. Ahora doce. 1:21 y pico. Una más para estar a mitad de camino. Ya llegamos. Talón y punta. Un poco de brisa del río, opone resistencia, corremos contra ella, pero es agradable y refresca. El primer escalofrío, raro porque tengo calor. Una sensación eléctrica en la columna y la parte de atrás de las piernas. Lo recuerdo de otras veces. Es un aviso. De momento, pasa. Un giro brusco a la derecha y cruzamos el puente de la Estación Central. Oswald Street. Puente de Jorge V. Arriba y cruzamos el río, euforia. ¡Sí!
Al lado sur, salimos del puente, es más fácil con el viento a la espalda, da un empujón extra, anima. Me entrecruzo, adelanto a algunos que empiezan a ir más despacio. Para cuando me fijo he adelantado al del club.
-Vaya vaya – dice- ¿te sientes con ganas?
-No voy mal, la verdad.
-Sólo puedes guiarte por cómo te vas sintiendo.
-Ahí estamos.
-Puedes ir a por todas, ya que estás.
-Sí.
-Pero ten cuidado, que todavía queda bastante.
-Lo tendré.
-Muy bien.
-Hasta luego.
A por todas. He cogido fuerzas hablando con él, paso por más adoquines, sobrepaso viejos edificios del muelle, almacenes, hasta llegar a las trece millas, a medio camino, yarda arriba o abajo, lo que sea la mitad de 385. En la mitad a 1:28. Perfecto. En mi mejor tiempo hice las dos mitades iguales. 1:27 de ida y 1:28 de vuelta. En Edimburgo, por la costa, sesenta corredores. Hice media carrera solo. No había pelotón para ir acompañado.
Así que esto va bien, muy bien. El mismo tiempo y todo este apoyo. La mitad. Mezzo nel cammin. Un hundimiento apenas momentáneo en la idea de que tengo que volver a correr otra vez lo mismo, que es sólo la mitad, y el cansancio. Pero no puedo pensar eso. He pasado de la mitad. Camino de la meta.
Por debajo del paso elevado, pilares de cemento, nos caercamos al Puente de Kingston. El tráfico ruge sobre nosotros. Cortes donde antes estaba Tradeston. La calle donde se crió mi padre, Houston Street. No está.
No conocí a mi abuelo, herrero industrial, trabajó en Howden’s toda la vida. Se murió cuando yo era un bebé, y su mujer antes de que yo naciera. Sólo he visto fotos viejas, retratos rajados, en sepia, guardados en una lata de galletas. Mi abuelo fue andando de Campbeltown a Glasgow para progresar. Duro como el acero. El otro abuelo por parte de madre trabajaba en Dixon, la fundición. Solo uno de mis cuatro abuelos llegó a viejo. No somos una familia longeva, mi madre murió a los 38. Dios. ¿Por qué pensar en ello?
Hago un intento consciente de relajar los hombros, respirar hondo, correr tranquilo. Por el Colegio Lorne donde se organizaba la marcha orangista. Mi tío Billy. Un orangista fanático. Era un buen hombre, decente. Pero toda aquella locura y odio. Una división de locos, tener a la gente peleándose entre ellos en lugar de contra lo que estuviera mal. Y así siempre.
Pasada la parada de metro de Cessnock, giramos a Paisley Road West. Bloques de piedra marrón. Otro pinchazo en la rodilla. Cojeo un poco, me dejo llevar hasta que se calma. Bien.
Catorce millas. 1:34. Pasamos al lado del Ibrox. Un corredor con una camiseta de los Rangers saluda con el puño en alto. ¡Hola! Y más abajo puedo ver los pisos altos, en el descampado. El boque en el que nací estaba por aquí. Ahora no es más que un hueco entre los edificios. El cuarto con cocina estaba en algún lugar de ese espacio, una cápsula en mitad del aire. El edificio fuera, la calle fuera, mi madre muerta hace tiempo y ahora mi padre. Nuestra vida allí solo está en mi cabeza y morirá conmigo.
El Albión. Ahora es el campo de entrenamiento de los Rangers. Antes era el canódromo, donde mi padre trabajaba en los accesos, un par de noches a la semana. Apostaba un poquito de vez en cuando, a veces ganaba, casi siempre perdía. Me traía a casa fotos de la línea de meta para que las viera. Casi abstractas, ráfagas de luz, los galgos alargados, ondeando hacia la línea. Me las traía a casa para enseñármelas, eso era todo. Mi papá.
Dios.
Ese escalofrío otra vez aunque debo estar acalorado. Camiseta húmeda, de sudor y del agua de las esponjas que me he pasado por el cuello. Esa sensación eléctrica como un cortocircuito en brazos y piernas. Respiro algo peor, esto empieza a doler. Se me había olvidado.
Torcemos hacia Bellahouston Park. ¿Quién era Bella Houston? ¿La misma de Houston Street? Más agua, bebo y se me derrama. Una mujer da caramelos de glucosa, un paquete de dextrosol. Cojo uno y lo muerdo, es como una tiza, dejo que se disuelva y lo trago. Deja una extraña sensación de frío en la boca. Pero el chute rápido da un subidón, casi instantáneo. Recupero e ritmo, atravieso el parque.
Creo que eso era otra milla. Debería llevar quince. Miro la hora, 1:41 y algo. Va más o menos bien. Creo. Paso por delante del Palacio del Arte. Una vez participé en noséqué show de los Scouts. Cantando. Marchando. Ni idea. O the wanderlust is on me, and tonight I strike the trail. Eso era. Swing along to a hiking song on the highway winding west.
El Palacio lo dejaron tras la Exposición Imperial. Mi padre ayudó a poner carpas y toldos, tiendas y marquesinas. Me enseñó el sitio. Solíamos venir aquí las tardes de verano, mi padre, mi madre y yo subido a hombros de mi viejo. Nos sentábamos arriba en la colina junto al kiosco de la banda, y él fumaba Senior Service y escuchábamos a las bandas tocar canciones populares. Younger than springtime. A veces nos traíamos una pelota y la pateábamos mientras mi madre se quedaba sentada. La pelota era de goma, y olía marrón. Hacía un ruido de goma al darle patadas. Más cuando le dabas de cabeza. Boing. Y el ruido en la cabeza y los flashes de color detrás de los ojos. Rojo. Cansancio y volver a hombros de mi padre, volviendo a casa cuesta abajo.
Flashes de luz en la cabeza, el olor de la hierba cortada, esto es ahora. En el parque. Mosspark Boulevard y Corkerhill Road. Paso las dieciséis justo por debajo de 1:49. Solo sé que es menos de siete minutos la milla, y eso vale, eso está muy bien.
Casas con jardín aquí, el sueño adosado de la posguerra, el tipo de cosa que mis padres soñaban y nunca tuvieron. Algunos críos en una esquina, quieren chocar los cinco otra vez. Uno de ellos alarga una botella de Lucozade. Paro y doy un sorbo, la espuma caliente me da en la garganta, y voy eructando burbujas por la nariz la siguiente media milla. Aun así, el golpe de cafeína al cerebro es bueno. Bien. Otro estirón. Gate Gate Paragate. Pam, pam. Asfalto duro. Los ojos en la carretera. A veces brillos y centelleos de partículas que captan la luz. Bonito e hipnótico. Me pierdo en ello. Estrellas en un cielo de alquitrán. Y otra vez esos flashes de luz en la cabeza. Pulso. Espacio profundo. Pero los pies en el suelo, es lo que tiene correr, que mantiene los pies en el suelo. una y otra vez, y en medio vuelo. Cuando corras, sólo corre. Esto es Pollok. Casas de protección oficial. Bloques enguijarrados.
Una vez corrí en Barnsley. En diciembre. Exótico que no veas. ida y vuelta entre montones de carbón y de escoria. Las primeras cuatro millas todo cuesta abajo. Eso significaba que las últimas cuatro eran una escalada que te machacaba. Me mató completamente. Un viejo me adelantó cojeando en la última subida, y todavía le quedaba aliento para hablar. “Cagonsusmuertos de la carrera”.
Toda la razón. Así que esta podría ser peor. Debería estar agradecido. La bola del pie izquierdo está empezando a agarrotarse. Intento relajarla, destensarla, estirar los dedos. Sobre los talones otra vez. Así. Las diecisiete ya están cerca. 1:55.
¿Siete redondas qué sería? Siete por diez setenta. Más siete por siete cuarenta y nueve. Sumado es ciento veinte menos uno, que es ciento diecinueve. Un minuto por debajo de dos horas. 1:59. Así que voy con cuatro minutos de margen. Divide cuatro entre diecisiete. Réstale eso a 7 para ver a qué velocidad voy. Joder. Diecisiete entre doscientos cuarenta segundos. Dividir llevando de cabeza ya es difícil en el mejor de los casos. Y aquí estoy, tras 17 millas en una carrera. E intentando no pensar que nueve millas todavía es un trecho largo de cojones.
Veinticuatro entre diecisiete es una y me llevo siete. ¿Setenta entre diecisiete cuánto es? diecisiete por cuatro es sesenta y ocho. Está bastante cerca. ¿Y eso en qué queda? Rondará los catorce. Siete minutos menos catorce segundos es 6:46. No está mal. Nada mal.
Subiendo por Barrhead Road, un camino largo, recto y lento, un campo de golf a cada lado. Y el viento sale de ninguna parte y me golpea. En contra. Me abro paso. Subo la cuesta. Corro contra el viento. Sin resuello. Millasmillasmillas. Maramaramara. Gate Gate.
Entre los olores del sudor y el Reflex pillo una ráfaga de perfume. Miro alrededor y veo a una chica que va planeando. Pelo rubio en una cola de caballo. Diadema de rizo. Delgada y de pies ligeros. Al ritmo que llevo no quedarán muchas mujeres por delante de mí, pero tendrá que haber unas cuantas. Y esta tiene buena pinta. Arrastra una cola de cuatro o cinco hombres, dispuestos a no dejarle superarlos. Los mantiene motivados, supongo, es algo en lo que trabajar. Parece que les importe. Y ella sigue ahí, con el grupo a la zaga. Me coloco detrás de ellos un rato, chupando rueda, a ver si supero este trozo. Dieciocho millas y pasan de dos horas. 2:02. Me rindo y no echo más cuentas. Ya me da igual. Me siento bien.
Pollowshawks Road. Otra muchedumbre. Un gran aplauso para la chica, que sigue marcando el paso, arrastrándonos con ella. Mary habría corrido en ésta si no se hubiera puesto enferma. Hace un par de días, con gripe. La dejó tumbada, era demasiado tarde para recuperarse a tiempo. Encerrada en casa, metida en la cama lamentándose. Qué pena. Tengo que correr bien por ella. Dios, cómo me ayudó cuando todo iba mal. Suena a canción de country. A veces como son las cosas de verdad, las verdades simples y obvias, suenan a tonterías. La vida cotidiana es el camino.
A Pollok Park, otra vez el olor a hierba recién cortada. Venir aquí de niño era una caminata larga, millas, atravesando tres calles principales. Renacuajos en un bote de cristal. Alevines. Nunca sobrevivían.
Jugar a los soldados. Venía aquí con mi amiguito, Brian, para jugar en el descampado de delante de los Bloques. Lo llamábamos el Canón. De Cañón, supongo. Me juntaba con un montón de críos de las casas grandes de alrededor. Jugábamos a la guerra y nos caíamos haciéndonos el muerto. Brian cayó mal y se torció un tobillo. Un par de niños lo ayudaron a llegar a casa de ellos. Un sitio enorme con jardín y garaje. Una casa de cuento. El padre tenía acento inglés. Nos dio a todos zumo de naranja, frío, del frigorífico. Le tocó el tobillo, Brian se retorció. El padre se ofreció a llevarnos a casa en coche. Fue la primera vez que me montaba en uno, no se tardaba nada, minutos. Y la calle parecía tan diferente, sobre ruedas, viéndola desde la ventanilla del coche. Como una película. Los bloques hechos polvo, el pub de la esquina. Era como verlo por primera vez. Aquí es donde vivimos. Paró en la calle de Brian, un enjambre de niños alrededor según salíamos. Dims las gracias y dijimos adiós con la mano, y en cuanto el coche desapareció de la vista, Brian se fue dando saltos por la calle, sin ningún problema en el pie. – Al principio me dolía-, dijo, -pero entonces vi la casa y pensé, ¡a tomar por culo!
A tomar por culo todo.
Pues sí.
Diecinueve millas y me está costando. Sigo el ritmo de ese pelotón y la chica. Cojo un vaso de agua e intento beber a la carrera, se me cae todo, tengo que parar y coger otro, dejo escapar al pelotón. Buena suerte. Necesito beber. De un trago. Y otro. Sigo corriendo, e incluso una parada así de corta, unos segundos, hace que las piernas se agarroten, rígidas. Cojeo los primeros pasos, me recupero, continúo.Rodillas arriba. No es posible. Atrapado. El camino serpentea, arriba y abajo por el parque. La finca Pollok. Pollok House y el Burrell.
Una escultura china de un monje meditando, un lohan. Casi de tamaño natural, de cerámica, con túnica verde. Sentado quieto y alerta, con un fondo de árboles tras un cristal. Necesito esa quietud, esa alerta, en el corazón de la acción, en mitad de llevarme al límite, así. Fue la meditación lo que me metió en esto. Mi maestro el yogi hindú. Vino a Glasgow, me cautivó con su simplicidad, su luminosidad. Lo que más, lo directo que era. Esto es lo que hay. Vívelo. Me hizo echarme a correr en vez de quedarme con el culo pegado al suelo. No, además de estar con el culo pegado al suelo. Corre y llega. Esto se lo agradezco. Machacarme. Empuja. Empuja. Empuja. Estar justo ahí en el momento. No hay nada igual. Los pies en el suelo.
Esto. Esto. Esto. Esto. Esto.
El camino por delante. El largo camino a casa. No pienses en ello. No pienses. Intenta respirar bien. El olor de la hierba. Otra vez ese escalofrío. Pasos sobre mi tumba. No voy a tener tumba. Cremación, como mi padre.
Be still my soul.
La electricidad que me baja por la espalda, por las piernas. Cortocircuito. Las pantorrillas hechas nudos, los muslos tensos como cuerdas enrolladas, apretadas.
Pero veinte millas es algo. Un hito. 2:16:42. Debería ser capaz de dividir eso entre veinte. Entre dos y entonces diez. Pero esa parte del cerebro ya no trabaja. No lo consigo. Lo enfoco desde el otro lado, me quedan seis millas. Si consigo mantenerme en los siete minutos por milla, son 42 minutos. Suma eso a 2:16 y son 2:58. Me conformaría con eso. Dios, sí. pero eso significa no bajar la velocidad, y eso es duro. Sin flexibilidad, cada paso es un esfuerzo. Veinte millas es lo más que corro entrenando, ahora ya estoy más allá. Gate gate.
Una vez vi a un amigo intentar cruzar a nado el Canal de La Mancha. En octubre. Una locura, demasiado frío. Salió de noche. Recuerdo la luz del barco que iba con él, deseapareciendo en la oscuridad, hacia lo desconocido. La sensación de vasto vacío. El Vacío. Al final no lo consiguió, tuvo que retirarse a medio camino. Volvió con el barco.
Aquí la única manera de volver es seguir adelante. De vuelta al principio. Un pie y luego el otro. Y otro. Mantén esos siete minutos. Como entrenar hasta el final. Al fin y al cabo. Siete minutos. Sin problema. Un paseo. Sigue siguiendo.
¡Oggi, oggi, oggi!
¿De dónde ha salido? Hacía rato que no lo oía. ¿Empezó demasiado rápido y lo estoy alcanzando? ¿O al revés, es él el que me come terreno a mí? El “¡oi, oi, oi!” ahora es más calmado, menos entusiasta. A esta altura todo el mundo está luchando. A siete minutos. En Barnsley al final iba por nueve o quizá más lento. Pero aquella era una carrera de cagarse en sus muertos. Aquí no hay cuestas. Puedo hacerlo.
Fuera del parque y de vuelta en la calle. Dumbreck Road. Dumbo. Cumbre. Se me va la cabeza. Estoy incómodo con el peralte de la calzada, me subo a la acera, lo siento como un escalón altísimo, estoy al límite. Un paso gigante. Caminar sobre la luna. Me vendría bien no pesar nada, flotar. En vez de eso me arrastra la gravedad. Piernas de plomo.
21 millas.
2:23.
Ahora la acera parece más dura que la calzada. Bajo el bordillo. Mierda. Otro pinchazo en la rodilla, éste más agudo, me hace cojear otra vez, duele si apoyo todo el peso. Me apoyo en una farola, algo en lo que apoyarme, cualquier cosa. Agarro el pie izquierdo con la mano derecha, tiro hacia atrás. Algo hace crack. No hay flexibilidad en los músculos. Cambio a la otra pierna, empiezo a moverme con cautela, el pinchazo reducido a un dolor sordo. Chondromalacia pattelica. Rodilla de corredor. Un fastidio.
Llego con esfuerzo al centro de la calle, donde está más plano, con menos curva. Al nivel. En equilibrio. Sigo hacia adelante. Levantamiento mínimo de las rodillas. Sin opciones. No podría acelerar ni aunque quisiera. Reducido a arrastrar los pies. El juego de pies de Muhammad Ali, flotando como una mariposa. Ojalá. Harlem Shuffle. Sam & Dave. You slide into the limbo, how long can you go? Buena pregunta.
¿Y esto qué es? ¿Dónde estoy ahora? Barrios anodinos. Busco una señal. Busco un milagro, parece. Este pone Fleurs Avenue. Bonito nombre. Avenue des Fleurs. El sueño de alguien. Avenida de las flores. El camino de prímulas. Bajo la cabeza, mirada al suelo.
Esto. Esto. Esto.
Sigo. Al limbo. Se me había olvidado esto, de verdad que sí. Es lo que cuentan de los partos. Que si te acordaras, si de verdad te acordaras de lo que su siente, no volverías a hacerlo nunca más. Y estoy empezando a acordarme, Dios, sí, siempre es así. Estoy cayendo en picado de verdad.
Otra señal. 22 millas.
Es difícil enfocar la vista en el reloj. Bizqueo. 2:30. No sé qué significa eso. Pero me quedan cuatro. En media hora. Solo tengo que resistir y no morirme. Me digo a mí mismo que solamente he agotado la reserva de glucógeno. Es una bajada de azúcar, eso es todo. Esto me ha pasado antes. He corrido hasta atravesarlo. Pero me cago en Cristo, duele.
Una mujer, una madre joven con un bebé en un carrito. Sostiene algo y me giro, cojeo hacia ella, veo que es media naranja, pelada, y su bondad, su simple amabilidad me sobrecoge, me llega. Apenas puedo dar las gracias, solo gruño y cojo la fruta, la engullo, como/bebo de golpe y me la trago entera. Bendita seas. Sigo, y ayuda, está claro que ayuda. Por lo menos doscientas yardas más o menos. Entonces empieza otra vez, me voy cuesta abajo. Apenas me mantengo a flote. Con el depósito vacío. ¿Por qué coño estoy haciendo esto? No tiene sentido.
Si ese hijo de puta grita Oggi Oggi Oggi una vez más.
¿Me he saltado un puesto de agua? Hace demasiado de la última vez que bebí. Todos esos dibujos del tipo reptando, arrastrándose por el desierto. Un oasis que resulta ser un espejismo.
Alguien a mi derecha, pies caen pesados.
-Un infierno, ¿eh?
La camiseta del Thistle. Pinta tan mal como yo me siento pero se mueve mejor, más fuerte. Esos Jags. Lo único que puedo hacer es gruñir “sí”. Y me saluda con la mano, me adelanta, muy despacio pero alejándose de mí a cada paso.
Agua.
Para.
Cojo un vaso con la mano temblorosa. Bebo, la dejo caer. Me llegan por los tobillos. Cojo otra y me obligo a beberla, aunque me siento como si me ahogara. Tori el segundo vaso, le doy una patada, salgo del montón de basura.
Ahora. Se trata. De. Recuperar. El ritmo. No sé si puedo. Sólo quiero sentarme en mitad de la calle. Mezzo nel cammin. La gente que se pierde en la nieve, en tormentas, en mitad de ninguna parte. El deseo de hacerse un ovillo y morir. Lo entiendo perfectamente. Desaparecer.
Joder.
No puedo más, voy a seguir. Samuel Beckett, qué tío, sabía de qué hablaba. Sabía su lugar. Las últimas palabras de la trilogía. Me la leí de un tirón cuando tenía diecinueve años y estaba malo con gripe. Un buen estado de ánimo para apreciarlo.
Estoy chocándome con el muro. Tengo que atravesarlo. Un paso. Otro. Un territorio interesante. Lo recuerdo ahora. No puedo más. Voy a seguir.
El Innombrable.
¿Cómo era que llamaban al pollo pakora en los restaurantes indios? En Glasgow y en ningún otro sitio. Eh tío, ponme un plato de innombrables. De impredecibles.
¡Indescriptibles!
Eso era. Solo en Glasgow.
Un plato de indestructibles. De inefables.
Inmortal invisible.
¿Y qué es esto ahora, por Dios? y ya qué estamos ¿quién soy yo?
Aquella pintura de Gauguin. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos?
¡Pollowshawks!
Conozco estas calles de antes.
Tenía una tía que vivía por aquí. La hermana de mi madre. Veníamos de visita. Un poco después de que mi madre muriera mi padre se peleó con toda esa parte de la familia. Una bronca idiota. Algo que ver con dinero prestado que no se devolvió. Lo mismo que me pasa siempre, dijo.
La Cruz de San Andrés. Cada uno su cruz. A Andrés lo crucificaron cabeza abajo y en diagonal. Nuestro santo patrón. Nos pega.
Mortificación. ¿Qué estoy haciendo ahora? No, esto lo hago porque sí, por esto mismo. Trascendencia. Ir más allá. Más allá de más allá. Parasamgate.
Cogemos Eglinton Street, por delante del Bedford y el Coliseum, por el desastre que hicieron con los Gorbals. Los sesenta. Que Dios nos ayude. Unos cuantos años más y lo echarán todo abajo otra vez. Por el Puente de Jamaica. Y sí que me perdí un marcador de millas, esta es la 24. Pero veo borroso, no puedo mirar el reloj. My eyes are dim I cannot see. I haven’t brought my specs with me.
Mi viejo otra vez, cantaba esa en los viajes en autobús. Nos íbamos de excursión. Largs o Troon. Le echaba ganas dirigiendo el cante. O haciendo un solo con Danny Boy. O come again when summer’s in the meadow.
Jo, Papá. So cabrón. Te quería.
La llamada. Malas noticias. Tu padre, me temo.
Salió a comer en su descanso del trabajo. Estaba de dependiente. Salió por la puerta de atrás a tomar el aire, dar un paseo. Cayó redondo en mitad de la calle. Tal cual. Al lado de la iglesia donde antes predicaba Tom Allan. Buchanan Street, la parte peatonal, todo el mundo saliendo a comer. Un lugar tan bueno como cualquier otro para irse.
El viento del río me está enfriando otra vez. Estoy temblando. Las manos y los brazos acorchados. Take heed, take heed.
Yo venía de Edinburgo para verlo cada dos semanas. O llamaba, estaba en contacto. Pero había estado fuera, dos meses de viaje. Le mandé una postal, eso fue todo. El plan era venir y darle una sorpresa al día siguiente. Su cumpleaños, por Dios. Habría cumplido 64. Will you still need me. No llamar, sino plantarme en su trabajo al final de la jornada. Drop me a postcard, send me a line. Si hubiera escrito, o llamado.
Joder.
Esas luces como flashes en la cabeza otra vez, estrellas pulsantes.
-¿Estás bien?
El viejo corredor me adelanta. Ha controlado el tiempo a la perfección. Hago un ruido incoherente.
-Tienes mala pinta –dice. – Intenta comer algo. Un poco de fruta o algo así.
Consigo asentir, le hago un gesto con la mano. Me lo devuelve y desaparece.
Al siguiente grupo de gente dando comida cojo lo que puedo. Patatas fritas, chocolate, un trozo de donut, medio plátano. Más agua y sigo. Otra vez.
La morgue, cuando la vi esta mañana, ese puñetazo al estómago. Tuve que ir allí a identificar el cuerpo. Mary vino conmigo, me ayudó a superarlo. Los olores químicos, el formaldehído. Preparándome para verlo por última vez. Tocarlo. Pero la brusquedad de aquello. Entro en una sala y hay una pantalla en una esquina. Imagen en blanco y negro, la cara contraída en una mueca de dolor.
-¿Su padre?
Qué shock. -Sí.
Sí, pero.
Y deprisa para afuera, a la sala de espera.
Sí, pero no. Él, pero no él. El cuerpo pero no el hombre. No el Papá.
Y así de rápido, en cuestión de minutos, el forense diciéndonos que se había acabado la autopsia. Un ataque al corazón. Ateroma en arteria coronaria. Y el tío sigue charlando alegremente, dándome un papel para que firme y me den las cosas de mi padre. La cartera con algo de dinero – un billete de cinco, un poco de calderilla. Sus gafas. Un resguardo de casa de apuestas. Un bolígrafo.
-La ropa la quemamos, claro.
Claro.
-Y llevaba una bolsa de plástico. Un pan y una pinta de leche. Pero esas cosas no se conservan.
Claro.
-Así que si firma aquí, eso es todo. Estupendo.
El portero a las puertas del infierno.
Un pan y una pinta de leche. Y las gafas. My eyes are dim I cannot see. Dios mío.
Tranquila, alma mía, es lo que cantamos en el funeral, cuando el ataúd se deslizó adentro. Consumirse, reducirse a sus elementos. Como alguien que se quita una prenda vieja y dada de sí. Ir. Ir más allá.
Ahora respiro a trompicones, a sollozos. Este mundo cruel tomando aliento con dolor. Se me va todo el sentido del tiempo, ya me da igual. Todo grita que me pare. No puedo más voy a seguir, toda mi existencia enfocada en esto. Todo lo que queda las puras ganas de seguir resistiendo. Algo contra la muerte. Algo contra nada.
Un pulso de luz en mi cabeza. Una avalancha de ruido, viene y se va como la marea. Y de repente, sin más, ya no estoy corriendo, el cuerpo caído, tirado, tumbado ahí en el suelo y floto sin él en algún lugar por encima, viéndolo desde arriba. Triste y cómico ese cuerpecillo tirado ahí en camiseta y calzonas, las zapatillas blancas con las rayas azules. Ése soy yo. Pero también soy éste que está aquí flotando. Me elevo hacia la luz. Una dulce liberación tras el esfuerzo. Es así de fácil, dejarme ir.
Entonces estoy otra vez abajo con él, re-entrada, siento mi peso. Hay voces junto a mi cabeza.
-Cuidado.
-Lo tengo.
Y manos, brazos debajo de mí que me levantan y me llevan. Pietá. Me dejan sobre la acera y me echan una manta por encima, un gorro de lana en la cabeza, me frotan los brazos para que entre en calor. Los amo. Dos hombres y una mujer, con uniformes de primeros auxilios.
-Nos tenías preocupados. Te desmayaste.
Me cuesta pero consigo formar las palabras. -¿Cuánto?
-¿Eh?
-¿Cuánto tiempo he estado así?
-Cosa de cinco o diez minutos.
Ahora la siguiente pregunta. -¿A cuánto estamos de la meta?
-Unas doscientas yardas.
Yo no me quedo sin terminar. Ahora no. Me pongo de pie, aún tembloroso. Me ayudan a levantarme, me sostienen por si acaso. Pero sé que puedo hacer esto, que tengo que hacerlo.
-Gracias -les digo-, estoy bien.
Glasgow Green otra vez. Círculo cerrado. Solo un último empujón. Cada paso me descompone. El cuerpo en shock. Arrastrarlo estas últimas doscientas yardas no es nada. Tan cerca. Puedo verlo, la línea de meta, la pancarta. Reloj digital, el parpadeo de los segundos al pasar. Pone 3:07:28. Tic. 29. Tac. 30. El público en la última recta animándonos. Los. Últimos. Pasos. La mente sobre el cuerpo. ¿No hay mente? ¡No hay cuerpo! Un. Empujón. Y. Ya. 3:07:48. Me parece bien. Brazos arriba. Un fotógrafo avispado tomando a todo el mundo. Lo atrapa. El momento. Inmortal. Sí. Es todo.
Qué estrés, madre mía.