Grabado flamenco de 1573 representando patricias romanas: una borda, otra cose y otra hila. Museo Británico.
La ideología doméstica es un mito que lleva un par de siglos sirviendo a los intereses del patriarcado, y que con variaciones locales, es el siguiente: la gente, agrupada en familias por lo general pequeñas, tiene un cabeza de familia, un hombre que trabaja fuera, y una cuidadora doméstica a tiempo completo, su esposa. Todo lo que queda fuera del hogar es hostil, y según algunas ideas religiosas, pecaminoso. La función de la mujer es vital, porque consiste en que su presencia, sus principios éticos y morales, y sus sentimientos por el resto de la familia, conviertan el hogar en un refugio contra las agresiones del exterior. Eso se plasma en el cuidado doméstico: estamos en un Hogar y no en una simple casa porque hay una mujer limpiando y cocinando, y por eso, no sale. Esto hace feliz a cualquiera que entre, y a los miembros de la familia, más.
Como la perspectiva histórica se pierde rápido, y tendemos a creer que las cosas siempre han sido de la misma manera, lo que la mayoría de la gente acaba creyendo es que hasta mediados del siglo pasado, más o menos, las mujeres no eran trabajadoras asalariadas, o si lo eran, se trataba de una excepción. A lo que se dedicaban casi todas era a las tareas del hogar, que consistían en el cuidado de la casa y de los hijos. Es decir: todas las mujeres, menos las muy ricas, desde el Neolítico hasta tu abuela, han dedicado muchas horas del día a «crear hogar», limpiar la casa y la ropa, cocinar guisos, y cuidar de los niños, y se han dedicado mínimamente a trabajar por cuenta ajena, sobre todo cuando estaban solteras, luego ya no.
El párrafo anterior es, naturalmente, una mentira muy cómoda que ha servido para que creamos que el grado de limpieza del hogar que puede dar una persona dedicada a tiempo completo es el estándar deseable, y que nuestras casas habrían requerido que una persona, preferiblemente una mujer, se dedicara a todo eso que a pesar de que es muy importante no queremos hacer nosotros.
Desmontar la ideología doméstica es una tarea compleja: sabemos que las familias nucleares no son «una organización natural», que las mujeres han trabajado fuera del hogar más a menudo de lo que se cree, y que la externalización de según qué tareas domésticas o la introducción de empleadas (a veces empleados) no hace que el Hogar desaparezca, sobre todo si La Señora de la Casa no trabaja por cuenta ajena. Aquí solo voy a explicar una de las partes: cómo «las taréas domésticas» han cambiado con el tiempo para que lo que importe no sean dichas tareas en sí, sino que las mujeres estén dentro de casa haciendo trabajo no asalariado o menos valorado que el masculino.
El trabajo doméstico fue cambiando por fases, entre las que destacan dos: la revolución industrial que llevó a la producción en masa de bienes de consumo que antes se hacían en casa (a veces en talleres y la gente los compraba hechos), y la generalización de la red eléctrica que nos permitió tener electrodomésticos. Por eso los cambios han sido cada vez más rápidos. Examinemos tarea por tarea, presuponiendo una mujer que no es rica y por eso tiene que hacerlo casi todo ella, sin criadas o quizá solo con una o dos:
Primero, el abastecimiento. En un mundo sin frigoríficos, tienes que hacer la compra a diario, menos en ciudades grandes donde viene el proveedor a casa o hay vendedores ambulantes. Puede que en lugares muy pequeños la compra no fuera diaria sino en día de mercado. No hay coches: la mujer de la casa, o sus criadas, tienen que darse el paseo, elegir, regatear, y llevárselo todo de vuelta a casa, antes de pensar en hacer la comida. Ya tienes la mañana echada (y no la has dedicado a limpiar el polvo). Mi abuela seguía haciendo una versión de esto en los años 80, y conozco gente que lo hacía en el año 2000 porque tenían el supermercado cerca. En su caso era costumbre, antes era necesidad.
Pasemos a la cocina. Antes de ir a comprar hemos dejado preparado el desayuno… que en muchos casos nos ha llevado un buen rato para encender el fuego. Sin cerillas, sin mechero. Comprar pan o hacerlo tú, encender el fuego para cocinar y lavarnos o usar agua fría, ha dependido de muchas cosas: vives en un lugar y tiempo donde el pan se compra hecho, hace frío, la costumbre local es desayunar bebidas calientes…. puede que fuera un proceso bastante engorroso o puede que cada uno se buscara la vida. Ahora, cocinemos: ten en cuenta que no hay ni un solo aparato eléctrico, ni tampoco inventos como la olla exprés. Las comidas o son muy sencillas, o necesitan que las vigiles mucho tiempo. Eso sí, seguro que en todos los casos son monótonas. No hay una variedad muy grande de ingredientes porque casi todo es local. Una manera de paliar esto son las conservas caseras: todavía hoy, en algunas partes del mundo la vida diaria se paraliza porque toca envasar tomates al natural o mermelada de fruta, ya sea en casa en privado, o como parte de una fiesta local (una amiga me contó que así ocurre aún hoy día con la mermelada de ciruela en una región de Polonia). Si vives en una zona rural, productos como el queso, la mantequilla, las salchichas y demás formas de conservar el cerdo, etc. son parte de la rutina, si no diaria, sí por lo menos anual.
Salgamos de la cocina. Habrá que vestirse. La fabricación de la ropa se ha ido industrializando por fases. Primero está el hilado, que hasta la Edad Media o un poco después podía hacerse en las casas pero era más frecuente que se hiciera en talleres y desde mediados del siglo XVIII en casas; luego está el tejido. Desde el siglo XVIII como muy tarde, lo normal era comprar la tela hecha. En cuanto a la confección, todas las mujeres menos las muy ricas hacían su ropa y la de toda su familia, a mano. La ropa masculina se compraba hecha desde algo antes de la femenina, y las máquinas de coser domésticas se generalizaron progresivamente en el siglo XX. Una de mis abuelas no tenía. La ropa de punto, los jerseys y demás, fueron de lo último que se externalizó. Tengo un vago recuerdo de que comprarlos hechos fuera novedoso a mediados de los 80, pero quizá en otros sitios era diferente.
Otros enseres domésticos, como el jabón y las velas, dependieron también del momento y el lugar. Pero en resumen, la norma es: si se consume a nivel doméstico, hace un siglo lo hacían las amas de casa. Gratis, sin pensar en vender al exterior.
¿Y la limpieza? Empecemos por la ropa. En un mundo sin lavadoras, la ropa se lava menos, todo el mundo tiene mucha menos ropa, y se está algo más sucio. Tienes dos mudas, quizá dos y la de los domingos, y un día en semana, el lavado de la ropa paraliza de verdad el resto de tareas. No se puede cocinar, ni limpiar, ni nada de nada, porque hay que calentar agua, frotar las manchas, frotar la ropa a base de bien, enjuagarla, escurrirla, y tenderla. Entonces puedes respirar un momento (quizá coincida con la hora de servir las sobras del día anterior) y recoger la ropa tendida.
Continuemos con la cocina. Sí, claro, después de comer hay que fregar los cacharros, de nuevo con agua fría o calentada al fogón… y por sorprendente que resulte, a menudo sin jabón. En la Inglaterra victoriana se usaba bicarbonato. Mi madre, nacida en los 40, ha usado una tierra parecida al albero para frotar ollas grasientas. Es decir, se tardaba muchísimo más que ahora.
Y por último, la limpieza de la casa. ¿En la vuestra se hacía limpieza de primavera? Pues hace unas décadas esa era casi la única que se hacía. Muchas cosas eran diferentes: las casas eran más pequeñas, tenían muchos menos objetos decorativos (menos necesidad de limpiar el polvo), no siempre tenían ventanas de cristal y las que había no eran grandes, y el uso de madera y carbón para calentar la casa y cocinar hacía que las paredes estuvieran siempre cubiertas de hollín. Y muy importante: la idea de que es necesario limpiar por higiene, para impedir la proliferación de gérmenes, es relativamente reciente. Antes se limpiaba por comodidad, no por pensar que era mejor para la salud. Una costumbre entre la gente más rica, con varias casas, era pasar varios meses en una de ellas, sin apenas limpiar, y trasladarse a la siguiente, la casa de verano por ejemplo, mientras los criados limpiaban. Para la mayoría de la gente, sin llegar a este extremo, la limpieza eran «zafarranchos» ocasionales.
Es decir: las mujeres que se dedicaban al cuidado de su casa, además de que no necesariamente lo hacían a tiempo completo, estaban ocupadísimas con tareas que hoy ya no son necesarias, se han externalizado o se hacen en menos tiempo. A medida que las labores domésticas se redujeron, surgió la idea de que es necesario que una casa tenga una mujer dentro para ser un lugar acogedor(1); en épocas anteriores, esas tareas se consideraron propias de la mujer pero no creadoras de hogar o beneficiosas para los demás. De hecho, y esto es de lo más importante, la idea de que las mujeres fueran transmisoras de valores morales, aunque solo fuera en el contexto hogareño, es históricamente muy novedosa. Antes, el trabajo femenino tenía que ver con lo doméstico no porque el hogar fuera importante, sino porque se pensaba que las mujeres no servían para nada más.
En las últimas décadas, las tareas domésticas se han definido como mantener un nivel de higiene muy alto, con limpieza diaria de suelos y superficies, porque literalmente no queda nada más que hacer. Y ahora que nos hemos dado cuenta de que una semana de polvo sobre los muebles ni nos mata ni «deshace hogar», no ha tardado en llegar una obligación novedosa para la mujer: la exigencia de disponibilidad absoluta para los hijos pequeños, también llamada «crianza con apego». Pero eso es otra historia que deberá ser contada en otra ocasión.
(1) En palabras de un compañero de trabajo estepeño en 2010: «una casa necesita una mujer. Y si esa mujer sale tienes que pagar a otra que entre». En su pueblo, la inmensa mayor parte de las mujeres son trabajadoras industriales o agrícolas, y no pueden permitirse ni ser amas de casa a tiempo completo ni contratar a una asistenta. Pero persiste el mito de que deberían serlo.
Nota bibliográfica: las feministas que han tratado este tema en mayor profundidad son las de la Segunda Ola. Los libros más recomendados son Por tu propio bien de Bárbara Ehrenreich y Deirdre English, y La mística de la Feminidad de Betty Friedan (ojo, este es bastante clasista). El dato de la limpieza que requería mudar familias enteras está sacado de la biografía de María Estuardo, de Antonia Fraser (descatalogado en español). Entre los muchos libros sobre vida cotidiana destaco «What Jane Austen Ate and Charles Dickens Knew», de Daniel Pool, y el primer volumen de Historia de las mujeres: una historia propia, de Anderson y Zinsser, editado por Crítica.